"La música se convirtió en poesía, esa que se disfruta en cada acorde como si fuera la última vez que se escucha": Gabriel Otero.
Por Gabriel Otero.
STING 3.0
En agosto pasado, mi hijo Gabriel me preguntó si quería ir al concierto de Sting, sin dudarlo, le contesté afirmativamente. Yo no sé cómo le hizo para conseguir boletos para uno de los dos eventos en la Ciudad de México, originalmente solo uno estaba programado y abrieron otra fecha por la nutrida demanda. Los bancos patrocinadores acostumbran sacar preventas de tiquetes haciendo aún más complicado adquirir localidades.
Y el 8 de marzo, después de una jornada laboral agotadora, alcancé a mi familia en el Auditorio Nacional, Sting llegaba a la ciudad como parte de su gira mundial Sting 3.0 acompañado del argentino Dominic Miller en la guitarra, un colaborador recurrente en sus álbumes que es coautor de la icónica y poética Shape Of My Heart y del baterista Chris Maas, oriundo de Luxemburgo, y que cuenta en su haber más de 50 colaboraciones con músicos y artistas de renombre, es un bataquero respetable de tour y de jam.
La peculiaridad del público del concierto de Sting, fue que familias como la mía asistían juntas congregando a varias generaciones que en apariencia estaban reñidas en preferencias y gustos musicales, se veía a gente como uno, en convivencia compartiendo chelas dobles, rodeados de toda la parafernalia adecuada para la ocasión.
Había photo opportunities simulando un estudio de grabación con la tripleta de instrumentos musicales que estábamos a punto de escuchar y adultos haciendo fila para aparentar tocar la batería, la guitarra o el bajo. También estaban las tiendas de productos oficiales, caros como en cualquier concierto, superados como siempre por el ingenio y accesibilidad de los no oficiales ubicados a unos cuantos metros afuera de la reja del recinto.
La gente iba ataviada y perfumada, no como en otros espacios en los que hay que evitar chocar con las marabuntas para no llevarse sorpresas desagradables como extraviar billeteras y celulares por prestidigitaciones ocultas o viles y vulgares bolseos.
Finalmente ingresamos a la sala atestada de gente, yo tenía varios días de escuchar la lista de canciones y sobre todo de recordar mi hipnótica fascinación por Every Breath You Take, que oí no menos de 50 veces en dos días y la notable ausencia en el setlist era la versión jazzística de Shadows In The Rain, pero este trío no contaba con teclados ni saxofón, una lástima, pero no hubo ninguna necesidad, la buena música lo compensaría con voces, talentos expresivos y capacidades interpretativas extraordinarias.
Se sintió un profundo rasgueo de guitarra eléctrica, el concierto comenzaría diez minutos después de las ocho de la noche.
SI ALGUNA VEZ PIERDO MI FE EN TI
Al auditorio lo invadieron los gritos y la ovación, los aplausos que aclamaban la larga y estilizada figura que recién salía al escenario, un señor de 73 años que parecía un maniquí esculpido en cera, él saludó efusivo a su público, el músico era nada más y nada menos que Gordon Matthew Thomas Sumner, conocido con el seudónimo de Sting.
El trío, que sonaba con el alma de una filarmónica, comenzó a interpretar la juguetona Message In a Bottle, los más grandes viajamos en el tiempo para recordar a la policía, The Police, con sus lentes reflejantes como espejos, ellos todos blondos y desafiantes.
Continuó If I Ever Loose My Faith In You, una rolota que no cree en si misma, las canciones de Sting ocasionan reacciones catárticas, esta se refiere particularmente a alguien que ha dejado de creer en todo: Dios, la iglesia, la política, la ciencia, las armas y el progreso, pero no en las relaciones interpersonales, estaría solo si alguna vez pierdo mi fe en ti exclamaba la melodía.
Y siguieron las armonías en cascada durante dos horas, Sting hacía la primera y segunda voz sin esfuerzo, si acaso hacía pausas para tomar agua, la música saltaba entre géneros y había una dosis de improvisación muy bien llevada, de la que solo los buenos músicos son capaces.
La gente cantaba conmovida, se tomaban de las manos, se abrazaban, el público se le entregó a Sting como nunca, por un momento los casi 10 mil asistentes que éramos nos convertimos en un solo oyente, una sola alma emocionada de vivir la experiencia de un concierto hermoso.
Yo estaba abstraído, desmenuzaba la música y las letras, a veces la guitarra, otras la batería y con más frecuencia el bajo y sus secuencias rítmicas, no suelo ser muy efusivo en estos eventos, me gusta observar para recrearlos después en palabras.
La velada transcurrió intensa y la música se convirtió en poesía, esa que se disfruta en cada acorde como si fuera la última vez que se escucha.