Por Nelson López Rojas.
Una media tormenta bastó para confirmar lo que ya se sabía: la carretera de Los Chorros sigue siendo un riesgo latente para miles de salvadoreños. Con los primeros deslizamientos de tierra, el tramo fue cerrado al tráfico, obligando a desviar el flujo vehicular hacia la Constitución y El Boquerón. En redes sociales, la indignación creció: mientras unos se burlaban de una rama que, en apariencia, “sostenía” un talud, otros mostraban lonas negras, de esas que el gobierno reparte en épocas de emergencia, tapando improvisadamente paredes inestables de lodo.
Hoy, la advertencia es clara: si apenas una tormenta ligera provoca derrumbes, ¿qué nos espera con un temporal de varios días? Con lo mismo de siempre, el riesgo ya no es el simple cierre de una vía estratégica, es la vida misma de quienes la transitan, atrapados entre la negligencia, el oportunismo y la falta de soluciones reales.
Hace dos años hacía una crítica sobre la mediocridad nuestra al aceptar el paramientras:
“El MOP o el DOM o como se llame también hacen las cosas para mientras. ¿Cuántas calles tiene el país donde reparan los baches y dejan el ripio a un lado? ¿Cuántas calles nuevas se arruinan porque les faltó un pedazo que se dejó para mientras traían más material? ¿Cuántos accidentes de tránsito ocurren porque la rama que se le puso a la tapadera de la alcantarilla que se robaron también se la han robado?”.
La falta de previsión no solo afecta al tráfico. Mientras las rutas alternas colapsan, miles de personas deben resignarse a llegar mucho más tarde a sus trabajos y que les descuenten y llegar tarde a sus hogares, cansados… más cansados del espantoso tráfico habitual. Muchos, en especial quienes viven lejos o trabajan horarios extendidos, se ven forzados a usar transporte colectivo abusivo: buseros que duplican o triplican el costo del pasaje aprovechando la desesperación, ante la ausencia de control.
Nadie responde. No hay autoridad visible que explique, que asuma, que resuelva. Mientras tanto, los daños económicos y emocionales en la población se multiplican: pérdida de jornadas laborales, sobrecarga de estrés, riesgos de accidentes en caminos improvisados.
Los problemas estructurales de Los Chorros no son nuevos. Desde hace décadas, en la Cuesta del Guarumal (o Los Chorros, pues), los derrumbes de roca fueron la primera alerta. Los terremotos del 2001 lo reirteraron. Hoy, el escenario se agrava: deslizamientos de tierra a dos por uno, como dijo irónicamente un usuario en redes. A pesar de los anuncios millonarios para la construcción de un viaducto, las obras actuales parecen improvisadas: taludes recubiertos de concreto repellado que, como era de esperarse, no resistieron ni el primer embate serio del invierno. No quiero ser pesimista, pero esos repellos baratos tarde o tempranos nos pasarán factura en el Jaguar.
La comparación internacional resulta inevitable. Viaductos construidos en Estados Unidos, China o Corea se diseñan para respetar la montaña, no para mutilarla. Aquí, parece que ni siquiera se entendió la naturaleza del terreno: se repella, se cubre con plásticos, se improvisa, pero no se soluciona.
Muchos expertos ya han señalado que la carretera de Los Chorros, tal como está, debería ser inhabilitada. No es cuestión de alarmismo; es cuestión de realismo. La pregunta no es si habrá más derrumbes, sino cuándo. Y cuántas vidas costará la indiferencia.
Por ahora, la calle a Quezaltepeque, la calle de Oro y el bulevar Integración funcionan como vías alternas. Pero basta imaginar el colapso de una de ellas o que se quede un bus o un camión para anticipar el caos mayor que se avecina. Cada gota de lluvia, cada metro cúbico de tierra suelta, es una advertencia que no se puede seguir ignorando.
El Salvador no necesita más parches ni más para mientras ni más promesas. Necesita soluciones reales y definitivas, hechas con visión de largo plazo, con gente que sabe y no solo obtener un contrato por amiguismo, con respeto al entorno natural y, sobre todo, con respeto a la vida de los trabajadores, de los que viajan por esa carretera y por respeto a todos los salvadoreños que pagan impuestos para que el país no se derrumbe a pausas.
El invierno no mata. La indiferencia sí.