lunes, 14 abril 2025
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Joya psicodélica

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"Al niño, que no sabía inglés, le gustaba la dulzura de la voz y el tempo suave y pausado de la música": Gabriel Otero.

Por Gabriel Otero.

Ayer, él, vivió un efecto Proustiano. Había olvidado completamente la autoría de la música, pero en algún lugar de su lóbulo temporal cerebral se escondían las armonías y melodías de una joya psicodélica sepultada durante medio siglo, y volvió de golpe, mientras curaba la lista de canciones del Picnic Nocturno para una travesía alucinante.

Esta, es para él, una actividad agradable, ser el DJ anónimo y transmitir estados de ánimo en un viaje musical, llevar a los oyentes a rincones insospechados y hacerlos sentir cómodos sobre un almohadón de plumas, y que escuchen solos de guitarra y progresiones de teclado o las voces graves del bajo y el ritmo de las percusiones, y que se le acerquen después para preguntar lo que oyeron y adónde lo pueden encontrar, por eso la labor del DJ es infinita y perdurable, el video solo destanteó por un tiempo a la estrella de radio.

La retrospectiva se remonta a los primeros días de diciembre de 1975, en las orillas del Lago de Ilopango, el llamado para hacer el comercial del jabón Lovel había sido a las cinco de la mañana, la humedad del rocío azotaba sin clemencia la piel, el actor de la publicidad tenía 10 años, era su tercer trabajo, y le gustaba ganar dinero para gastarlo en hamburguesas y juguetes.

El equipo fílmico de producción había pasado a recogerlo poco antes de las cuatro, el niño desconocía que la jornada sería larguísima y que regresarían hasta que se ocultara el sol, resultó que el director del comercial tenía un sentido quisquilloso del oficio, sin importarle la explotación infantil.

Colocaron las cámaras enfocadas hacia el oriente para grabar el amanecer, la primera indicación recibida por el niño fue que se sentara en la orilla del lago con el jabón Lovel en las manos y que hiciera pompas como si fuera detergente, el niño lo intentó muchas veces, las manos se le arrugaron, pero jamás interrumpió lo que le ordenaban hasta lograr las tomas.

Después abordaron una lancha para llegar a la plataforma de madera que flotaba a cien metros de la orilla, ahí continuaría la siguiente toma, el niño tenía dos cosas a la vista: una, la percibía amenazante, y esas eran las puntas de las algas larguísimas que se asomaban a escasos centímetros de la superficie, el niño poseía una imaginación portentosa y recordó al monstruo de la laguna verde y otros arcosaurios emergiendo con sus dientes afilados, listos a engullirlo; y la otra era el atisbo de la naturaleza exuberante de los alrededores. Y como un remedio para conjurar el miedo, empezó a tararear en su mente la melodía incluida en uno de los discos que su hermano mayor había llevado de Nueva Orleans en su época de universitario.

La canción era Butterfly de The Hollies, con un arreglo orquestal de alientos y cuerdas cuya letra decía: “Nos conocimos en la orilla de un lago de limonada. Los sauces llorones miraban hacia abajo donde estábamos acostados. Naranjos en flor huelo en tu cabello. Mariposa, revolotea, mariposa por ahí”.

Al niño, que no sabía inglés, le gustaba la dulzura de la voz y el tempo suave y pausado de la música, y mientras seguía disciplinado las instrucciones del director del comercial se acordaba no solamente de esa canción sino del lado A del disco.

A pesar de ser un nadador extraordinario, el repetir la música en su mente lo hacía para vencer el temor a las profundidades y de cerrar los ojos, y respiró aliviado cuando de nuevo abordaron la lancha y regresaron a grabar en la orilla.

El día aconteció lento como el andar de un caracol, y arribó la hora del almuerzo y el equipo de producción no traía nada de alimentos para la jornada, Apulo estaba del otro lado del lago y además tenían calculado regresar antes de la una, nadie pensó en el bienestar del niño y continuaron labores.

La toma siguiente consistía en que el niño agitara los brazos sobre la superficie y así crear canicas efímeras en el agua, el director del comercial pretendía transmitir la alegría de vivir al adquirir jabón Lovel y bañarse en los transparentes y bellos cuerpos de agua del país. Fue una toma larga y tediosa que concluyó pasadas las cuatro de la tarde.

Y terminaron, el niño llegó a su casa a las seis prendido en fiebre y con dolor de cuerpo por el esfuerzo físico, ahí tomó la decisión de que jamás filmaría otro comercial y la música que tarareo durante la filmación nunca la volvió a escuchar hasta ayer, cuarenta y nueve años después.

Bendita música que se lleva en las entrañas.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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