Por René Martínez Pineda.
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Sería una herejía mundialista, o un pecado capital, en la banderilla de córner, no amar a un Papa que amó tanto -y tanto tiempo- al fútbol, justo desde el día en que se le reveló como el santo grial de la alegría del pueblo, y que lo tomó como una inspiración, tan pagana como divina, para meterle un gol, de túnel, a la ortodoxia católica que, parapetada bajo los tres palos del apocalipsis de la desigualdad social, jugaba a que sus feligreses no jugaran, ni reclamaran las faltas flagrantes y tarjetas rojas. Le puso, “Francisco”, a su camiseta, la número 10, y empezó a capitanear, con magia e irreverencia, a su malogrado equipo. ¡Vaya que fue un grandísimo jugador y un capitán irrefutable! Es considerado, por toda la hinchada -incluida la del equipo contrario- como el mejor jugador, de todos los tiempos, en su puesto, un puesto que no había sido usado, con ese compromiso social, en más de dos siglos. Supo esperar con paciencia, en el banquillo de los suplentes traídos de los países del fin del mundo, el momento para entrar a la cancha y, persignándose, cambiar el resultado. Entró, porque la hinchada exigió el cambio, y el técnico -un tipo oculto tras el humo negro del poder- no podía ignorar el humo blanco, ni el clamor escandaloso de los sectores populares, que son los que dan alma, corazón, sangre, coraje y amor al juego.
Fue el primer extranjero al que se le permitió entrar a jugar… y, desde el primer contacto con el balón de la doctrina, lo rompió, lo domó, marcó la diferencia en la conducción del juego, y, por aclamación, se convirtió en su capitán, en su número 10, en su ídolo de barro divino, un ídolo al que saludaban, con pañuelos blancos y alabanzas, los suyos… y los que no lo eran, porque era un jugador universal que olía a pueblo, y que -sin poses egocéntricas, ni protocolos exóticos- le dedicaba al pueblo: los goles, a la pedofilia tutelada por el diezmo; las gambetas, a los férreos defensores de la desigualdad social, así en la tierra como en el cielo; los sombreritos, a los pétreos del evangelio abstracto; y las asistencias, de tres dedos, a los delanteros de sus tres encíclicas… y eso lo aplaudieron, y respetaron, hasta los contrarios más viscerales.
Siempre jugó por las bandas y con los mismos botines que compró, cuando niño, soñando que era un jugador del San Lorenzo y de la selección nacional; jugó, a sus anchas y largas, por las bandas que son la periferia de la cancha, porque en esa periferia del fin del mundo, olvidada por los otros jugadores, es donde el fútbol se reinventa los fines de semana, se goza a morir, se sufre a vivir, hasta convertirlo en la mágica convicción colectiva que, bajo su conducción, dribló a la fe individualista del catenaccio. Era argentino, y era un fiel devoto de la Santa Mafalda de la pascua, por eso decidió vivir en el campamento de Santa Marta, y no en el hotel de lujo del Vaticano donde, asediados por grandes empresas, los otros jugadores amañaban los partidos de la religión con cara de pueblo. Pero él fue un jugador diferente, el gran capitán de los católicos de la rayuela, en tierra firme, que le metió un gol olímpico al portero de la infamia abusadora de niños, y se fue a celebrarlo con Monseñor Romero; fue el mítico jugador que olía a pueblo, por eso nunca le lavó y besó los pies a los victimarios del área chica, ni a los corruptos y depredadores del área grande.
Laudato Si, Francisco del Bajo Flores, gran capitán del equipo de la resurrección del espíritu solidario de las víctimas que, desde las graderías, te despide con una ovación tumultuosa, que sube hasta el cielo con la misma intensidad con que él celebró de rodillas, besando el rosario que se trajo de Buenos Aires, cuando Messi levantó la copa del mundo, en Qatar, para el eterno perdón de los pecados de los pobres, y la bienaventuranza de los desposeídos que encendieron la Lumen Fidei en los tendidos populares. Laudato Si, Francisco del Bajo Flores, que metiste el gol del gane en un partido que había estado muy cerrado durante siglos.