martes, 2 julio 2024
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Escrito en una servilleta: Conocimiento de causa

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"Pero ya no hay vuelta atrás, porque los sueños son más grandes que las pesadillas y el conocimiento de causa tiene efectos": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda
X: @ReneMartinezPi1

Desde que me enamoré de la adictiva desnudez de la utopía del pueblo, le huyo a la corbata de los profesores de Ética, y a los historiadores de patética sonrisa que no tienen biografía relevante, ni coleccionan álbumes de gatitos exóticos. La cosa se puso peor, para mí, cuando me parecieron una aberración las hipotecas con el rostro del banquero, y la teoría de la movilidad social, en el delirium tremen de la pobreza, la vi como un pozo lleno de ratas tuberculosas y enredaderas rojas que se marchitan por falta de sol y jabón atómico; y, cuando me obligaron a decir “presente” en las clases de Estratificación Social, comprendí que el centro nacional de registros de la propiedad es una cueva en la que los ladrones legalizan su botín… y salen ilesos.

Y cómo no se me iba a poner peor todo si, desde que fui esclavizado por la utopía sin conocimiento de efecto, me persiguen los ojos sencillos del pueblo, los que, por la tarde, parecen un insondable lago de flores negras, y de cuando en cuando me invade su voz tempranera, que es tan fresca como las madrugadas de mayo que revientan luces de bengala, con un adictivo olor a panela que se prende de mi mano izquierda. Ah, utopía social de ocultos caminos, copiosa y diáfana silueta que desciende del aire de la montaña sin usureros ni mojones; su infinita desnudez me pide, a gritos, la vespertina luz de la luna que quiere llegar antes de tiempo, y me exige que mis manos bajen por la superficie tersa de sus nutritivas montañas de leche, para naufragar, a salvo, en el oasis de la conciencia que recupera su sangre en las venas abiertas de sus raíces hipotecadas desde las primeras palabras –“en el principio creó Dios a los políticos”- que son tenebrosas porque las habita un vacío lleno de gente que deambula en las tinieblas.

Desde que me enamoré de la densa desnudez de la utopía, condición necesaria para que el pueblo la conozca sin máscaras filosóficas, no tengo pena de decir que soy un vigía sin ojos de los dos siglos que, sin hastío, repitieron doscientas veces el primer año; un indigente de la palabra y la sangre ajena, como veneno y antídoto. Le escribo telegramas, a diario, para evadir el control digital de los traidores de las cinco de la tarde; le escribo en el silencio de la letra irreverente, mientras aquellos hablan de ranchos, carros del año, fuero sindical, y de la Constitución que sirvió para la expropiación vertical y el genocidio horizontal. A estas alturas de mi contrato de vida, el miedo tenido y las heridas sufridas en el camino, son la prueba de que la he buscado desde que tengo uso de razón.

Pobre de mí, que me obligaron a leer terroríficas pizarras sin ideas propias, estudiando la sociología del arroz teñido con carne de reo político, negando, tres veces, la existencia del horizonte comunal antes de que cantara el gallo entre jóvenes taciturnos que creían en pajaritos preñados. Pero eran mis amigos, y después de la clase de movimientos sociales salíamos en busca de una cafetería, en la que apartábamos las mesas para que cupiera la utopía. Pobre de él, dicen los analfabetos, que soy marxista desde que soy marxista, y vi a mi pueblo saciar su hambre comiéndose las uñas antes que robar al prójimo… y desde ese momento amo las profecías concretas y odio las pastillas contra el insomnio, y soy, además, un feligrés vitalicio de la iglesia itinerante de esa utopía que, hasta hoy, empieza a asomar el rostro por la ventana sin rostro de la historia no contada.

Pero todo amor utopista trae su odio bajo el brazo, o en medio de las páginas del Código Penal sin penas ni gloria, por eso empecé a odiar la cobarde crueldad del que no les pone una cara a sus insultos que, como piedras excrementales, pretenden robarle el sueño y los sueños al pueblo. Pobre de mí, que soy un viejo que sobrevivió a los años que vivimos en peligro sin enjaular pájaros; pobre de mí, que hoy me piden que le meta más olvidos a mi memoria; que lea los manuales de las revoluciones sin cambios revolucionarios; que me encame desnudo con la teoría del rebalse, y que juré, por la Virgen Santísima, que los victimarios son más importantes que las víctimas, y que los abogados que desaparecen expedientes para liberar delincuentes son honestos.

Hoy que despierto con un sueño en las venas, me prendo de la utopía e invado con panela la vida, zarpando de mí mismo. El camino ha sido largo, pero no tan largo como la cadena perpetua a la que fueron condenados los pobres desde que son pobres. He caminado desde el temporal impuesto por la noche; desde la montaña de las iguanas en fuga; desde las flores drásticas y su difuminado jubileo sin jubilados felices; desde la cofradía donde el amor colectivo es repartido sin miseria; desde donde la guerra cambió maizales por panteones.

Desde que me enamoré de la utopía, en las clases de sociología urbana, la dibujé como una cemita mieluda acostada en la mesa de los pobres sin la tiniebla del hambre ni los fantasmas del cuchillo. Y entonces me pregunté ¿Quién fue capaz de depredar su vientre virgen? ¿quién es inmune al dolor y la nostalgia de los patriotas sin patria que se asoman en los besos de los niños que ya no se acuestan sin cenar? ¿quién, sino mis compañeros de estudio, hizo de sus sentimientos un espíritu severo? Eterno es mi amor por la utopía, flor y esposa, flor e hijos, flor y país que puebla el tiempo, flor y leche repartida con la hospitalidad originaria del pan y el abrazo oportuno.

A veces me preocupo cuando recuerdo las tinieblas del pasado y su afán por vetar el Día de San Roque que florece en febrero… pero ya no hay vuelta atrás, porque los sueños son más grandes que las pesadillas y el conocimiento de causa tiene efectos.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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