miércoles, 9 abril 2025
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Escrito en una servilleta: Ahí por la calle Deuteronomio

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"Sólo hasta hoy, pude comprender que la utopía no está hecha de palabras…": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Las imágenes del país que tanto busqué, hace muchos años y miles de muertos, siempre fueron la constante en mi diario vivir, un adelanto del futuro desde las ruinas de aquel presente, que hoy es pasado. Ahora, después de que en el río de sangre que fuimos y en el que sonaban las piedras de la decepción, la memoria -o la nostalgia, que es lo mismo, pero en modo agonía, porque radica en el corazón- es el recurso idóneo para comprender de dónde vengo, lo que soy, y lo que hago por cambiar lo que soy. Siempre vi al nuevo país -que en ese entonces no lo era, aunque yo imaginaba que sí- en todas las cosas que, con disimulo, me tocaban cuando pasaba junto a ellas, como extendiendo la mano para decirme “hola, me alegro de que sigas vivo”.

Cuando la vida era una presunción de la muerte, las calles de la amargura y del miedo -nomenclatura, de oficio, impuesta por los gobiernos nocturnos- pedían ¡auxilio, por favor! por medio del susurro que, silencioso y anónimo, se colaba en los intersticios de las esquinas que la noche inundaba de presagios; en la luz convexa de los farolitos que, por la querencia, sobrevivieron dos siglos porque -subiéndose por la puerta de atrás del destartalado bus interdepartamental, para no pagar pasaje- se fueron a refugiar en la mirada furtiva de la poesía sin fines de lucro; en el protocolo, calmoso y dramático, al elegir entre una pupusa revuelta o una de queso con loroco; en la sonrisa inocente de los niños truncados en los semáforos en los que, sin pudor, se traficaban cuerpos, armas y limosnas; en los libros usados que, contando pesetas, compraba en el centro, por necesidad vital y para no dejar morir una de las profesiones más hermosas de la cultura; en las “buenas noches, hijo”, que con suspiros entrecortados me daba mi abuela, para espantar la pesadilla que, trepada en la carreta chillona, deambulaba por la madrugada enseñando, sin decoro, unas tetas enormes que goteaban hiel.

Cuando la utopía de un país seguro, bien perfumado, bien peinado y serio, era perseguida por los monstruos que querían que el pasado, no pasara, ese país imaginado ya existía en mis sueños perentorios; en la gramática indigente de mis palabras en busca de lectores confesos y gerundios profesos; en el sello postal de una carta sin remitente; en el agua dulcita y tibia que manaba del chorro público, que era como un confesionario al aire libre; en la llamada secreta, por impropia, que hacía desde un teléfono público y que duraba hasta que se acababan las monedas de a cinco y la brama política; en el color del cielo, después de haber jugado fútbol toda la tarde; en el último telegrama que recibí y que, en pocas palabras, me notificó que mi abuela se había bebido la luna; en el terciopelo de las manos de mis hijos y en la levedad de la flor que los parió.

Cuando la utopía de que, sin trámites, lo público fuera mejor que lo privado, fue considerada una locura escandalosa, maldije a las tres bolsitas de azúcar con que domaba mi café; me enojé con las seis letras de su nombre, pero no me enojé con ella; como un desahuciado, empecé a coleccionar cabuyas de cigarro, los Delta eran mis preferidos, para tenerlas a la mano cuando, la pequeña muerte, me agarrara pronunciando palabras extrañas; compré cocadas de San Vicente para endulzar el frenético paladar de las misas de cuerpo ausente y tener las energía suficiente para esperar, con paciencia de santo, la llegada de los buenos tiempos; todas las noches, durante muchos años, hice vigilia en la parada de buses, para esperar que se bajara, del último bus, el país que soñaba, y recibirlo con un abrazo salvaje, como al ser más querido y extrañado… y todas esas noches no se bajó, ni me mandó un “ya casi llego, espérame”; guardé, como el tesoro más preciado, el cuaderno de sociología que, como fiel escudero, me acompañó en la universidad, el que me fue confiscado, por las autoridades sin autoridad moral, para quemarlo en público, debido a que en él estaban escritos, con mi puño y letra, los códigos de mi forma de pensar y los algoritmos sociales de mi forma de amar al pueblo, y ambas cosas fueron consideradas un delito que amerita que me tengan vetado.  

Sólo hasta hoy, pude comprender que la utopía no está hecha de palabras… y eso me obliga a decir, lo que tengo que decir, a pesar de la jauría de los dicterios; me invita a soñar los sueños que se deben soñar; me acompaña a abrir la cárcel en que fue convertido el país, cuando el crimen y el castigo no formaban parte de la misma ecuación.   

Y un día de estos, o de aquellos, la utopía -que me acompañó, desde niño, para que no sintiera miedo, ni frío- seguirá su camino sin mis huellas dactilares, ni será tangible en mis manos sin párpados, ni me tocarán las cosas cotidianas que, apenas ayer, fueron mi compañía incondicional, porque el 31:1-8, de la calle del Deuteronomio, será mi dirección postal. En ese número de casa son recluidos -por románticos o ingenuos o locos- los que, como yo, imaginamos el nuevo país para sentirnos vivos y útiles, y para garantizar que, en todas las esquinas, el pan francés sea el manjar de los dioses de barro.   

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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