El país del espectáculo

"Vivimos en la sociedad del cansancio, pero más que agotamiento, lo que define nuestra época es el exhibicionismo": Nelson López Rojas.

Por Nelson López Rojas.

Hace unos días, un amigo me prestó un libro sobre el posmodernismo y la lógica cultural por Fredric Jameson. Publicado hace más de 40 años, sus planteamientos siguen siendo tan vigentes que parecen describir nuestro presente con la escalofriante precisión de las profecías de los Simpson. Jameson afirmaba que todo análisis cultural implica una teoría soterrada de la periodización histórica y que las rupturas culturales no son simples eventos aislados, sino síntomas de transformaciones más profundas. Pero, ¿qué ocurre cuando la historia se reduce a un TikTok de 15 segundos? Cuando el pasado es apenas un eco amortiguado por el scroll infinito, nuestra realidad se reduce a lo que genera más likes.

La ruptura cultural ya no es un proceso progresivo; es un pestañeo, un loop de videos virales donde lo indignante es más rentable que lo reflexivo. Mientras escribo esto, mi hermano me manda un video manipulado donde ponen una entrevista de un religioso mezclada con un video viejo de otro cura y otras declaraciones de Bukele en un solo reel. ¿Creés en todo lo que te tiran las redes?

Vivimos en un sistema donde el consumo define la existencia. “La posmodernidad”, “el capitalismo tardío”, “la sociedad del control”: elija su teoría favorita, el diagnóstico es el mismo. La denuncia ya no es un acto político, sino un chambre, un producto de consumo inmediato. Lo que Jameson describía como la estetización de la repulsión y la denuncia se ha transformado en un formato de entretenimiento: grabar, subir, viralizar y criticar. La moral se reduce a un algoritmo: no importa la certeza de la denuncia, sino su impacto mediático.

Vivimos en la sociedad del cansancio, pero más que agotamiento, lo que define nuestra época es el exhibicionismo. Se sobrevive a base de la imagen que se proyecta. La elegancia y la profundidad han sido sustituidas por filtros y tendencias virales. Es decir, en Tinder, OnlyFans, o en cualquier red, la economía se ha reducido a un “you take care of me, I take care of you”. Mujeres buscando sugar daddies como patrocinadores, una transacción que ha suplantado al afecto y donde la mercantilización de lo íntimo alcanza su paroxismo: fotos de los pies, tetas y fetiches de todo tipo pagan las cuentas y financian el próximo set de uñas acrílicas. Y si alguien cuestiona, la respuesta es simple: “es mi cuerpa y mi decisión”. La perversión y la fetichización ya no se ocultan, sino que se celebran como una forma de empoderamiento.

Mientras tanto, el éthos de nuestra época oscila entre la euforia y la aniquilación. La esfera cultural se desdibuja en una mutación de valores donde lo ofensivo ya ni siquiera escandaliza.

El éxito se mide en apariencias, no en sustancia. No hay elegancia en los youtubers, ni buenas voces en los locutores radiales. La cultura del narcisismo florece en TikTok, donde la vida es un loop de dopamina: siguiente, siguiente. La decostrucción es sutil y efectiva, absorbida por lo superficial y condenada a una ilusión de calma aparente. A esta superficialidad se suma la necesidad de validación digital: el like como moneda de cambio emocional. La nueva generación, alienada y anómica, no sabe estar sola, pero tampoco sabe convivir con otros. La era de la ansiedad ha creado una sociedad hiperconectada y profundamente solitaria. Christopher Lasch hablaba de la cultura del narcisismo; hoy, TikTok la lleva al extremo: contenido fugaz, inmediato, desechable. Bad Bunny predica el evangelio de lo fugaz y lo sintetiza con su célebre mantra: “un culo nuevo, uno nuevo, uno nuevo”. La lógica del consumo ya no se limita a los bienes materiales; se ha trasladado a los cuerpos y las relaciones.
El tejido social es decadente y la ciudad refleja esta alienación. No hay maras, pero la pobreza y la corrupción siguen intactas. La marginalidad no desaparece; solo se reacomoda y se empuja a otros lugares que ahora el centro llega hasta San Jacinto.
La ciudad imaginada, construida sobre la ilusión de la modernidad, no puede ocultar su fragilidad. La ciudad imaginada, esa donde todos son felices y prósperos, oculta su fealdad reubicando vendedores ambulantes porque “el turista no merece ver semejante miseria”. No hay maras, pero la “vivianada”, la trampa y el oportunismo siguen intactos. Los marginales siguen siendo marginales, pero ahora tienen celulares caros y TV satelital.

Pero pongamos al nuevo Centro Histórico en un panorama global. China invierte en una megabiblioteca en El Salvador, estadios en África o en cualquier lugar donde pueda construir carreteras para un “futuro compartido” como rezan los rótulos del centro. ¿Compartido con quién? En África, China controla el comercio de diamantes, con las sospechas de “blood diamonds” y violaciones a los derechos humanos que eso conlleva. ¿Seremos la próxima África del capitalismo global? ¿La colonia disfrazada de aliado estratégico? Pero, ¿a alguien le importa?

La generación de cristal no protesta porque no le importa. No es miedo; es inercia. En este contexto, la educación se ha degradado a un trámite. En las clases virtuales, todos pagan y todos pasan, eliminando cualquier atisbo de pensamiento crítico. No hay sujetos activos en el aprendizaje, solo consumidores de conocimientos fragmentados.

Esta generación no es frágil, es indiferente. Ignoran la realidad y prefieren ver un streaming que no levante ronchas a enterarse de la minería. Un amigo me decía que los jóvenes no salen a protestar por miedo. “No”, le dije, “no es miedo, es que no les importa”. Lo comprobé con una encuesta rápida en mi clase: el 70% dijo que no protesta porque “no le importa”. No les interesa la minería, ni el medio ambiente, ni su futuro. Solo quieren dinero rápido para satisfacer sus deseos inmediatos. Es el triunfo del cortoplacismo. La esterilidad del sistema.

La crisis de historicidad es evidente, ya sea preguntar qué es la minería, preguntar qué pasó en 1932 o durante la guerra civil es enfrentarse a un vacío absoluto. Todo es fragmentario, corto, tiktoquero. No hay cadenas de sentido, solo retazos de información desconectados.

El idiota de la familia, dijo Sartre. ¿Quién es el idiota aquí? ¿Los que aplauden el espejismo o el que se da cuenta de que está atrapado en él? ¿Los pánfilos que aceptan todo lo que les llega en un formato bonito o los que no quieren conocer su realidad? Nuestra sociedad desintegrada oscila entre el hedonismo vacío y la moral represiva. Todo lo sublime queda fuera del alcance del lector promedio porque el pensamiento crítico se ha diluido en la espuma de la cultura de masas.

Y, entre todo esto, seguimos esperando leer el próximo tweet… y dar el próximo like.