Adiós a Óscar Fernández

El 21 de septiembre, a tempranas horas de la mañana, recibí­ la triste noticia del fallecimiento de mi amigo Óscar Fernández, luego de una terrible crisis en su salud. Desde hace un par de semanas, veí­a con preocupación su situación; en los últimos dí­as, el presentimiento de que algo trágico sucederí­a se fue haciendo más fuerte en mí­, a partir de los informes que los doctores iban dando de su estado.

Lo peor sucedió: Óscar Fernández ha partido hacia a la Otra Orilla, de la que no hay regreso, y en la cual seguramente me estará esperando, cuando me llegue mi turno de partir, con una botella de vino tinto, unos buenos quesos y una conversación amena sobre eso que tanto le apasionaba y en lo cual gastó sus mejores energí­as: el paí­s, sus contradicciones, injusticias, desigualdades y esperanzas.

Conocí­ a Oscarito a inicios del 2000, cuando tuve una entrevista con él, a propósito de un curso de Realidad Nacional que yo darí­a en la Universidad Tecnológica. En esa plática me manifestó su visión de la educación superior –crí­tica, reflexiva, con sólidos fundamentos teóricos, comprometida con los problemas de las mayorí­as— con la cual coincidí­ plenamente. A partir de entonces, leí­mos y comentamos lo que cada cual iba publicando en El CoLatino o en ContraPunto, muchas veces discrepando, pero  siempre coincidiendo en lo esencial: la creencia de que habí­a que atreverse a cuestionar las ideas establecidas en materia económica, polí­tica, jurí­dica y educativa.

Una feliz casualidad –no se me ocurre otra expresión para referirme a la experiencia— permitió que coincidiéramos como miembros del Consejo Académico de la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP). Esto me permitió compartir de cerca las opiniones y visión de paí­s de Óscar, y no sólo sus preocupaciones sobre la seguridad pública y la formación policial.

En las sesiones del Consejo no me fue ajena su vehemencia, su claridad polí­tica y su compromiso ciudadano. Tampoco me fue ajena su tolerancia, respeto a las opiniones distintas y disposición a matizar sus posturas a la luz de lo surgido en un debate sobre algún tema controvertido. Sin él saberlo, me estaba dando una lección de servicio público, ciudadaní­a y responsabilidad polí­tica que guardaré como un tesoro de aquí­ en adelante.

Las sesiones del Consejo Académico realizadas en Comalapa me permitieron, en varias ocasiones,  viajar con Oscarito. Tuve el privilegio de escucharlo hablar sobre su vida, su trayectoria, sus aventuras, desventuras y  frustraciones. Tuve el privilegio de que él escuchara mis tribulaciones, en este paí­s que, coincidí­amos, es tan bonito, pero a ratos es demasiado ingrato con sus mejores hijos e hijas.

En esas pláticas, nos indignamos por los abusos de los ricos y por la pasividad de los pobres; por la facilidad con la que el dinero y el poder tuercen las mejores voluntades… En fin, hicimos lo que suelen hacer dos amigos que quieren a su patria y que sienten que nadan contra corriente, pero que pese a eso no pierden las esperanzas de un El Salvador más justo y solidario.

Aprendí­ de mis padres a respetar a mis mayores. Cuando era pequeño, “mis mayores” eran las personas adultas, especialmente los ancianos y ancianas. Ahora que soy adulto, entiendo mejor el sentido profundo de la expresión: mis mayores son los que llegaron antes a la brega por la vida; quienes sembraron y fertilizaron con su esfuerzo fí­sico e intelectual el suelo en el que me encuentro de pie; quienes pusieron su mejor empeño –a costa de su bienestar personal y familiar— para que El Salvador fuera un paí­s mejor…

Óscar Fernández es, precisamente, uno de mis mayores. En ese sentido, siempre me mereció el respeto debido, y ahora es su memoria la que me lo impone como un deber ético ineludible. Dedico a Óscar este poema de Antonio Machado –”Autoretrato”— como el mejor homenaje que puedo rendir a su memoria.

“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. 

Ni un seductor Mañara ni un Bradomí­n he sido —ya conocéis mi torpe aliño indumentario—; mas recibí­ la flecha que me asignó Cupido y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario. 

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

 Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.

Converso con el hombre que siempre va conmigo —quien habla solo espera hablar a Dios un dí­a—; mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropí­a. 

 Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. 

 Y cuando llegue el dí­a del último viaje y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”.

Que descanse en paz Óscar Fernández.