Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1.
He de confesar -frente a las cámaras, y bebiendo mate… no me gusta, pero me hace ver enigmático, como el Che-, que todas las semanas santas he tenido la intención de contar esta historia de mi historia, pero hasta hoy -luego del rescate de la Iglesia, El Calvario, y de haber leído, suspirando de alivio, que las encuestas, de la niña Migdalia Carolus, le dan 88 diputados a la oposición, en las elecciones de 2027- he tomado la decisión de hacerlo, para no seguir penando en la que es la procesión del silencio más larga de la historia. Ya no puedo esperar más, ni puedo seguir deambulando en esta calle de la amargura que siempre me lleva al amargo calvario de la carne. Les aclaro que esa no es una monotonía.
Somos el uno para el otro, no hay ninguna duda, ahí está el espejo como testigo de cargo que, inmisericorde, nos restriega en la cara que somos tan iguales que, sin acordarlo, ambos les sacamos los ojos al pueblo que, con sus impuestos, nos parió para que fuéramos el uno para el otro; y maldecimos, con sórdidos dicterios, a cualquiera que no sufra la atrofia degenerativa que nos convirtió en degenerados sin oficio académico. Sí, somos malos e intelectualmente pobres; tremenda y vulgarmente malos; vulgar y tremendamente ponzoñosos, hasta el punto en que, con tal de que, algún partido agonizante, me postule como candidato a diputado, soy capaz de traicionarme a mí mismo.
Para que nos conozcan, les cuento que ella tiene el ojo izquierdo más pequeño que el derecho; su labio inferior, y hablo de la boca, es tres veces más grande que el superior, y, para terminar de joder, le falta una oreja, a raíz del ataque de un perro sarnoso que tomó la justicia por su propio hocico cuando sintió su vaho. Esa tragedia le hizo sentir rabia contra todo, y contra todos, desde que era una niña de doce años… y desde entonces es la versión, en carne y hueso, de la Susanita de Quino. Hablando de mí, tengo un hondo y repugnante chajazo en la ceja derecha, producto de un pleito mortal con el hijo menor de la Chinta Terezón, la mujer que no sabía reír, justo una semana antes de cumplir los trece años en el predio baldío frente a mi casa, el que, sin que lo supiera mi mamá, cumplía la función didáctica de masturbatorio a cielo abierto para adolescentes apocados. Y antes de que pregunten, les cuento que, por la viruela, quedé calvo del hemisferio derecho de la cabeza, lo cual compenso rasurándome el flanco izquierdo del bigote.
Es evidente que ninguno de los dos tiene una lengua sublime, pues haría corto circuito con nuestra congénita maldad. Lo único sublime en las personas que son viles, es el barril sin fondo de mentiras, y citas bibliográficas, desde el que se asoman a la belleza ajena, como si lo hicieran desde una ventana sin rostro. Pero nosotros, aparte de malos, somos feos -y, según las encuestas, 99% obtusos-, por eso no gozamos del respeto de las personas, la mayoría de las cuales nos escupe, orina e insulta al vernos. ¡Qué bonito fuera que los malos tuviéramos la lengua dulce para despistar, a todos, cuando proclamamos la inocencia del lobo de la Caperucita, y vitoreamos al anticristo, de Nietzsche, por su feliz emprendimiento de sopa de patas! Pero nuestras lenguas supuran rencor podrido, lo que se nota en el aliento, cuyo hedor medieval ahuyenta la resignación cristiana. Estamos condenados a sufrir, en el laberinto sin centro de los perversos, esta desgracia que se desboca en cada palabra que pronunciamos, y la única condena que, por cruel, supera a la de nosotros, es la del cristiano al que le tocó vivir en los tiempos de Messi. A veces, usamos un fingido acento francés, pero ni así dejamos de vernos inmundos. Y es que, además de malos, somos feos, tan diabólicamente feos que, cuando los niños nos miran, nos dan la espalda, así como hacían las indígenas cuando se topaban con los carros de los patrones de sangre azul, o con los soldados del General Martínez. Lástima que se me acabó el mate y no puedo tragarme, con facilidad, esa áspera condición que sufro.
Esa fue la razón de nuestro inicuo concubinato, ¡les juro que esa fue! La palabra concubinato suena fuerte y venérea, lo sé, pero es la más exacta para explicar lo que nos damos en secreto, y lo que nos traemos entre patas. No me malentiendan, hablo del odio impío que sentimos, contra todo el mundo, por haber nacido con estas tétricas facciones kafkianas, que son una caótica mezcla de gato egipcio, con cacatúa invertebrada, murciélago carroñero y conejo loco. Esas facciones, que ya quisieran tener los embalsamadores, son tan vitalicias que no se pueden borrar ni con dos mil diecinueve latigazos el sábado de gloria. Esas críticas facciones que defino como “estilo Picasso”, para sentirme un erudito con pensamiento crítico, fueron diseñadas, en el siglo XIX, desde el momento en que nuestros ancestros tomaron las famosas píldoras del Dr. Holloway, para, según dice en las indicaciones, combatir la rara fiebre que azotaba al país y que terminó con la vida, en diciembre de 1858, del Señor Senador, Don Lorenzo Zepeda, quien, por decisión de las Cámaras Legislativas, fue designado para ejercer el Poder Ejecutivo, desde el 1 de febrero, hasta el día en que se posesionase el Señor, Don Miguel Santín, del alto destino de Presidente del Estado.
Eso lo supe cuando, ordenando las cositas que dejó mi bisabuela, encontré el periódico, La Gaceta, en el que, marcado con un círculo rojo, se destacaba un anuncio: “Siendo voluntad del Sr. Dr. Tomas Halloway, beneficiar al público de este continente con la venta muy módica de sus píldoras y ungüento, que en la actualidad obran maravillosos efectos sobre los males que padece el género humano, se avisa que se expenden cajas y botes a un precio fijo, no sólo en el depósito y agencia general de San Salvador, a cargo del señor, Don José Escolástico Andrino…” Sobre el anuncio decía, o dice, tengo problemas con los tiempos de conjugación: ¡Maldito farsante, te cagaste en mi estirpe, ojalá te hubieras muerto chiquito de una mala pacha, hijueputa…!
Como si todo estuviera predestinado por el mismito Halloway (preclaro hombre de negocios, hay que decir, que bien puede ser bautizado como el pionero de la globalización, por las razones que, en otra ocasión, les contaré), nuestro primer encuentro, cara a cara, si es que a esto le podemos llamar “cara”, y a eso le podemos llamar “encuentro”, fue en la procesión del silencio, acto solemne en el que nuestros rostros tan feos, y nuestra supurante maldad, fueron el foco de atención de los feligreses (incluido el vicario que -con un legajo de firmas falsas en la mano izquierda, y la imagen de Juan XII, en la derecha- comandaba con fervor la procesión), pues sobresalían en el montón de personas, hermosas y buenas, que nos hacían ver más malos y feos y sucios.