Turno para el ofendido

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La obra de Roque Dalton puede sopesarse en varias vertientes. También su vida, desde una juventud volcada hacia el quehacer polí­tico y hacia el quehacer de la poesí­a

“Roque Dalton,
salvadoreñito,
paloma entre los pumas”.
Fina Garcí­a Marruz

Siempre es bueno recordar un poeta, recordar un poema. A más de 40 años del asesinato del poeta Roque Dalton (1935-1975), reproduzco retocada la nota que hice a su “Antologí­a Poética” publicada por Gerardo Rivas Moreno en la “Colección de Poesí­a del Quinto Centenario, Poetas de España y América”. (Bogotá, 1990):

Su obra puede sopesarse en varias vertientes. También su vida, desde una juventud volcada hacia el quehacer polí­tico y hacia el quehacer de la poesí­a.

Desde esas dos orillas de una misma vocación liberadora, Roque Dalton es el rí­o que se recorre a sí­ mismo. Al decir de Manlio Argueta, su compañero generacional, al momento cuando la Universidad de El Salvador fue incendiada por los militares que juzgaban a ese centro como a un foco subversivo en 1956, “comienza a surgir la persona de Roque Dalton y su fervor poético”.

Hasta su muerte, su absurda muerte perpetrada por un bando escindido de la izquierda de su paí­s, una fracción del ERP en el que militaba el poeta, gentes que en verdad sufrí­an una suerte de “daltonismo” polí­tico, Dalton no paró de buscarse a sí­ mismo en la palabra.

Hijo de padre norteamericano y de madre salvadoreña, estudiante a medio camino de graduarse en derecho, exiliado en México donde, otra vez, dejó a medio empezar las carreras de antropologí­a y de etnologí­a, Roque Dalton inserta su poesí­a en la mejor tradición latinoamericana, la que hace nicho en la subversión del lenguaje, en la ruptura.

Influenciado hasta los huesos húmeros por César Vallejo, reconocí­a que en “una época, formalmente y musicalmente” estuvo tocado por Neruda.

Al irse despojando de esos influjos, Roque Dalton señalaba en una entrevista titulada “La vida escogida”, la lectura de tres poetas franceses que por siempre lo acompañaron: Henri Michaux, que señalaba que “escribir es recorrerse”, Saint John Perse, quien afirmaba que la poesí­a es “el pensamiento desinteresado”, y Jacques Prevert, un poeta que nos enseñó que para firmar el retrato de un pájaro hay que esperar a que éste se decida a cantar.

Al contacto con una Cuba efervescente, donde pasó varios de sus fogosos tiempos, luego de ser un eterno fugado de las cárceles de su paí­s, un mito viviente que se reí­a de sí­ mismo y pos supuesto de los demás, la trayectoria de su poesí­a se vio reforzada en su permanente vocación revolucionaria.

Cuentan amigos cubanos cómo el poeta pasaba las puertas que a menudo cierra la burocracia: gendarmes, conserjes y hasta porteros de agún bar al que llegaba al filo de la hora del cierre, se abrí­an a su paso. Sólo le bastaba con lanzar a sus cancerberos, según decí­a, “una mirada de poeta inédito”. Ya sabemos que esa puede ser una mirada letal o al menos severa.

Los diferentes ciclos poéticos de Roque Dalton, que están casi siempre cruzados por un tono, un viento narrativo que lo hermana no pocas veces con Luis Rogelio Nogueras, y que concita personajes y anécdotas aún en las más intuitivas de sus zonas, poseen el don de la renovación, de la ruptura.

Su más conocido ciclo “Taberna y otros lugares” tiene como epicentro la ironí­a, que por lo demás es una constante en toda su obra. En realidad, hay dos grandes núcleos en la manera como enfrenta el poema: el desenfado, por una parte, y la presencia inocultable de su paí­s, de otra. Para ello se vale de coloquios, imágenes, giros populares, alusiones librescas, trozos de canciones, metáforas de largo y corto alcance. Sobre esos núcleos gira, como un trompo luminoso, lo mejor de la obra del poeta salvadoreño.

Roque Dalton era un hombre invadido por la pasión, alegre y detonante, un ser cuya risa fue celebrada por Julio Cortázar como algo inimitable. Era alguien que en sus momentos de ebriedad etí­lica, o de ebriedad poética, rondaba cierta especie de locura vital, burlona y desmitificadora.

A veces auto-referencial, a veces descriptivo, no pocas veces volcado  a la polí­tica a la que añade siempre un giro humorí­stico que le quita hierro a su palabra -y ya sabemos que este material se oxida en la poesí­a panfletaria y de puño cerrado-, Dalton nutre su poesí­a en la parodia: “Después de la bomba atómica/ polvo serás, ¿más polvo enamorado?”

Hablar del humor en su poesí­a, que contrarí­a a una buena zona de poetas solemnes, darí­a para todo un ensayo. Lo mismo ocurrirí­a si habláramos del humor que deplegaba en la vida cotidiana y que ya forma parte de una leyenda.

De él dijo acertadamente Eraclio Zepeda: “tení­a un gozo por la vida absolutamente renacentista”. Y  bien, démosle paso a un poema suyo siempre vigente, dejémosle su turno al ofendido:

El descanso del guerrero

Roque Dalton

Los muertos están cada dí­a más indóciles.

Antes era fácil con ellos:

les dábamos un cuello duro, una flor,

loábamos sus nombres en

una larga lista:

que los recintos de la patria,

que las sombras notables,

que el mármol monstruoso.

El cadáver firmaba en pos de la memoria

iba de nuevo a filas

y marchaba al compás de nuestra vieja música.

Pero qué va,

los muertos

son otros desde entonces.

Hoy se ponen irónicos,

preguntan.

Me parece que caen en la cuenta

de ser cada vez más la mayorí­a.

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